del Libro En Armonía con el Infinito
Dios es el Espíritu de infinita vida. Si de ella nos hacemos partícipes y nos abrimos por completo a su divino flujo, se reflejara en la vida orgánica más de lo que a primera vista parece. Es evidente que la vida de Dios está exenta de todo mal por su propia naturaleza. Por lo tanto, no puede padecer mal alguno el cuerpo dónde esta vida entre libremente y del cual libremente fluya.
Hemos de reconocer, por lo que a la vida física se refiere, el principio de que toda vida surge de dentro a fuera. Principio expresado por la inmutable ley que dice: “Tal causa, tal efecto. Así lo interior, así lo exterior.” En otros términos: las fuerzas del pensamiento, los estados de la mente, las emociones, todo influye en el cuerpo humano.
Alguien dirá: “Oigo muchas cuestiones referentes a los efectos de la mente en el organismo, pero no puedo creer en ellas.
“Cómo no? Cuando os dan repentinamente una mala noticia, palidecéis, tembláis y tal vez os sobreviene un síncope. Sin embargo, por el conducto de la mente os ha llegado la noticia.
Un amigo, en las expansiones de la mesa, os molesta con alguna inconveniencia que lastima vuestro amor propio. Desde aquel momento perdéis el apetito, aunque hasta entonces hayáis estado alegres y dicharacheros. Las mortificantes palabras del imprudente amigo os han afectado por conducto de la mente.
En cambio, ved a ese joven que arrastra los pies y tropieza con los más leves obstáculos del camino. ¿Cómo así? Sencillamente porque su mente es flaca, porque es idiota. En otros términos: la debilidad de la mente es causa de la del cuerpo. Quien tiene la cabeza firme, tiene también firmes los pies. Y quien no tiene seguras las ideas tampoco podrá asegurar los pasos.
De nuevo os veis en inopinado aprieto. Estáis temblando y vaciláis de miedo.
¿Por qué no tenéis fuerzas para moveros? ¿Por qué tembláis? ¡Y todavía creéis que la mente no influye en el organismo!
Os domina un arrebato de cólera. Pocas horas después os quejáis de fuerte dolor de cabeza. ¡Y todavía os parecerá imposible que las ideas y las emociones influyan en el organismo!
Hablaba yo del tedio con un amigo, quien me dijo: “Mi padre es muy propenso al tedio.” Yo le respondí: “Vuestro padre no está sano ni es fuerte, vigoroso, robusto y activo.” Y entonces pasé a describirle más por completo el temperamento de su padre y las conturbaciones que le asaltaban.
Miróme él con aire de sorpresa y dijo:
* ¿Conoce usted a mi padre?
* No -le respondí.
* Pues entonces, ¿cómo puede usted describir tan minuciosamente el mal que le aflige?
* Usted acaba de revelarme que su padre es muy propenso al tedio y con ello me indicaba la causa. Yo me contraje a relacionar con esta causa sus peculiares efectos al describir el temperamento del enfermo.
El miedo y el tedio obstruyen de tal modo las vías del cuerpo, que las fuerzas vitales fluyen por ellas tardía y perezosamente. La esperanza y el sosiego desembarazan las vías del cuerpo de tal manera, que las fuerzas vitales recorren un camino donde rara vez el mal puede sentar la planta.
No hace mucho tiempo revelaba una señora a un amigo mío cierto grave mal que padecía. Mi amigo, coligiendo de ello que entre esta señora y su hermana no debían ser las relaciones muy cordiales, después de escuchar atentamente la explicación del mal, miró fijamente a la señora y con enérgico aunque amistoso acento le dijo: “Perdonad a vuestra hermana.” La señora, sorprendida, respondió: “No puedo perdonarla.” “Pues entonces -replicó él- guardaos la rigidez de vuestras articulaciones y la croniquez de vuestro reuma.
”Pocas semanas después mi amigo la volvió a ver. Con ligero paso se acercó ella a él y le dijo: “Seguí vuestro consejo. He visto a mi hermana, y la he perdonado. Volvemos a estar en buena amistad. No sé cómo es que desde el día en que nos reconciliamos fue haciéndose menos tenaz mi dolencia, y hoy ya no queda ni rastro de aquellos alifafes. Mi hermana y yo hemos llegado a ser tan excelentes amigas, que difícilmente podríamos estar mucho tiempo separadas.” Otra vez sigue el efecto a la causa.
Hemos comprobado varios casos, como, por ejemplo, el de un niño de pecho que murió al poco tiempo de haber tenido su madre un gravísimo disgusto mientras lo amamantaba. Las ponzoñosas secreciones del organismo, alterado por la emoción, habían envenenado la leche de sus pechos. En otras ocasiones parecidas, no llegó a sobrevenir la muerte, pero la criaturita tuvo convulsiones y graves desarreglos intestinales.
Un conocido fisiólogo ha comprobado muchas veces el siguiente experimento: En un gabinete de elevada temperatura colocó a varios individuos acometidos por emociones diversas. Unos por el miedo, otros por la ira, algunos por la tristeza. El experimentador recogió una gota de sudor que bañaba la epidermis de cada uno de estos hombres, y por medio de un escrupuloso análisis químico pudo conocer y determinar la peculiar emoción de que cada cual estaba dominado. El mismo resultado práctico dio el análisis de la saliva de cada uno de aquellos individuos.
Un notable autor norteamericano, discípulo de una de las mejores escuelas médicas de los Estados Unidos, que ha hecho profundos estudios de las fuerzas constructivas del organismo humano y de las que lo destruyen y descomponen. Dice:
“La mente es el natural protector del cuerpo... Todo pensamiento propende a multiplicarse, y las horribles imaginaciones de males y vicios de toda clase producen en el alma lepras y escrófulas que se reproducen en el cuerpo. La cólera transforma las propiedades químicas de la saliva en ponzoña dañina para la economía del organismo.”
Bien sabido es que un repentino y violento disgusto no sólo ha debilitado el corazón en pocas horas, sino que ha producido la locura y la muerte. Los biólogos han descubierto gran diferencia química entre la transpiración ordinaria y el sudor frío de un criminal acosado por la profunda idea del delito. Y algunas veces puede determinarse el estado del ánimo y de la mente por el análisis químico de la transpiración de un criminal, cuyo sudor toma un característico tinte rosáceo bajo la acción del ácido selénico.
“Sabido es también que el miedo ha ocasionado millares de víctimas, mientras que por otra parte el valor robustece y vigoriza el organismo. La cólera de la madre puede envenenar a un niño de pecho. “Rarey, el famoso domador de potros, afirma que una interjección colérica puede producir en un caballo hasta cien pulsaciones por minuto. Y si esto ocurre en un pulso tan fuerte como el del caballo, ¿qué sucederá en el de un niño de pecho?
“El excesivo trabajo mental produce a veces náuseas y vómitos. La cólera violenta o el espanto repentino pueden ocasionar ictericia. Un paroxismo de ira tuvo muchas veces por efecto la apoplejía y la muerte. Y en más de un caso, una sola noche de tortura mental bastó para acabar con una vida.
“La pesadumbre, los celos, la ansiedad y el sobresalto continuados propenden a engendrar la locura. Los malos pensamientos y los malos humores son la natural atmósfera de la enfermedad, y el crimen nace y medra entre las miasmas de la mente. ”
De todo esto podemos inferir la verdad capital, hoy científicamente demostrada, de que los estados mentales, las pasiones de ánimo y las emociones tienen peculiar influencia en el organismo y ocasionan cada cual a su vez una forma morbosa particular y propia que con el tiempo llega a ser crónica.
Digamos ahora algo sobre el modo de realizarse esta nociva influencia. Si una persona queda momentáneamente dominada por una pasión de cólera, perturba su economía física lo que con verdad pudiéramos llamar una tempestad orgánica, que altera, mejor dicho, corroe los normales, saludables y vivificantes humores del cuerpo, los cuales, en vez de cooperar al natural funcionamiento del organismo, lo envenenan y destruyen. Y si esta perturbación se repite muchas veces, acumulando sus perniciosas influencias, acaba por establecer un especial régimen morboso que a su vez llega a hacerse crónico. Por el contrario, los afectos opuestos, tales como docilidad, amor, benevolencia y mansedumbre, propenden a estimular saludables, depurativas y vivificantes secreciones. Todas las vías orgánicas quedan desembarazadas y libres y las fuerzas vitales fluyen sin obstáculo por ellas, frustrando con su enérgica actividad los ponzoñosos y nocivos efectos de las contrarias.
Un médico va a visitar a un enfermo. No le receta medicina, y sin embargo, sólo por la visita mejora el paciente. Es que el médico llevaba consigo el espíritu de salud, la alegría del ánimo, la esperanza, e inundó con ellas la alcoba, ejerciendo sutil pero poderosa influencia en la mente del enfermo. Y esta condición moral, comunicada por el médico, obró a su vez en el cuerpo del paciente, sanándolo por mental sugestión.
Así conozco
que cuanto es apacible y placentero
mantiene de consuno cuerpo y alma;
y la más dulce emoción que el hombre siente
es la esperanza;
bálsamo y licor de vida a un tiempo
que el espíritu calma.
Algunas veces hemos oído a personas de salud quebrantada decirle a otra: “Siempre que usted viene me siento mejor.” Hay una razón científica que corrobora el adagio: “La lengua del sabio es salud.” El poder de la sugestión, en cuanto a la mente humana se refiere, es el más admirable y curioso campo de estudio, pues por su medio se pueden actualizar poderosas y sorprendentes fuerzas.
Uno de los más eminentes anatómicos contemporáneos nos decía que, según experimentos efectuados en su laboratorio, el organismo humano se renueva por completo en aproximadamente dos años, y parcialmente en muy pocas semanas.
¿Quiere usted decir con eso -le pregunté yo- que el organismo puede pasar de una condición morbosa a otra salutífera por virtud de las fuerzas internas? Ciertamente –me respondió él- y aún más, éste es el método natural de curación. El artificial es el que se vale de drogas, medicamentos y otros agentes exteriores. Lo único que hacen las medicinas y drogas es remover obstáculos a fin de que las fuerzas vitales actúen más libremente. El verdadero proceso de la salud debe llevarse a cabo por la operación de las fuerzas interiores.
Un cirujano de universal renombre declaró no hace mucho a sus colegas: “Las generaciones pasadas menospreciaron o no conocieron la influencia del principio vital en la nutrición del organismo, y la casi exclusiva fuente de sus estudios y el único arsenal terapéutico que tuvieron fue la supuesta acción de la materia en la mente. Esto contrarió las tendencias evolucionistas de los mismos médicos, resultando que todavía son rudimentarios en la profesión de la medicina los factores psíquicos. Pero al brillar la luz del siglo XIX, la Humanidad emprendió su marcha en busca de las ocultas fuerzas de la Naturaleza. Los médicos se ven hoy obligados a estudiar psicología y a seguir los pasos de sus precursores en el vasto campo de la terapéutica mental. Ya no es tiempo de aplazamientos, ni vacilaciones, ni escepticismos. Quien vacile está perdido, porque el mundo entero se ve impelido por el progreso.
Durante estos últimos años se han dicho gran número de necedades sobre la materia de que tratamos y se ha incurrido en muchos absurdos respecto del particular. Pero esto nada prueba en contra de la eficacia de las expresadas leyes. Lo mismo sucedió siempre en cuantos sistemas filosóficos o creencias religiosas ha conocido el mundo. Más a medida que pasa el tiempo, se desvanecen los absurdos y necedades, y los capitales y eternos principios van afirmándose cada vez con mayor claridad definidos. Yo he presenciado personalmente varios casos de completa y radical curación efectuada en breve tiempo por virtud de las fuerzas interiores. Algunos de estos casos habían sido desahuciados por los médicos. Tenemos numerosos informes de casos semejantes ocurridos en todo tiempo y relacionados con todas las religiones. ¿Y por qué no había de existir hoy entre nosotros el poder de efectuar parecidas curaciones?
El poder existe y lo actualizaremos en el mismo grado en que reconozcamos las leyes que en pasados tiempos fueron reconocidas.
Cada cual puede hacer mucho con respecto a la salud de otros, aunque para ello sea necesaria casi siempre la cooperación del enfermo. En las curas hechas por Cristo se aprecia la cooperación de quienes a él recurrían. Su pregunta era invariablemente: ¿Tienes fe? De este modo estimulaba la actividad de las fuerzas vivificantes en el interior de quien quería curarse. El de condición flaca, o de estragado sistema nervioso, o de mente débil a causa de morbosas influencias, bien hará en solicitar auxilio y cooperación ajenos. Pero mejor le fuera lograr por sí mismo la vital actuación de sus fuerzas interiores. Uno puede curar a otro, más la conservación de la salud debe ser obra de uno mismo. En este punto, el concurso ajeno es semejante a un maestro que nos lleva a la completa deducción de las fuerzas interiores. Pero siempre se necesita el trabajo propio para que sea permanente la cura.
Las palabras de Cristo eran casi invariablemente: “Ve y no peques más. O tus pecados te son perdonados.” Así expuso el eterno e inmutable principio de que todo mal y su consiguiente pena son resultado directo o indirecto de la transgresión de la ley, bien consciente, bien inconscientemente, ya con intención, ya sin ella. El sufrimiento sólo dura mientras persiste el pecado, tomando esta palabra no precisamente en el sentido teológico, sino en el filosófico, aunque algunas veces en ambos. En cuanto cesa la transgresión de la ley y se restablece la armonía, cesa también la causa del sufrimiento. Y aunque las heces del pecado y sus acumulativos efectos permanezcan todavía, no se acrecentarán, porque la causa ha desaparecido y el daño dimanante de la transgresión pasada comenzará a disminuir tan pronto como actúen normalmente las fuerzas interiores.
Nada hay qué más rápida y completamente nos lleve a la armonía con las leyes a las cuales hemos de vivir sujetos, que la vital realización de nuestra unidad con Dios, vida de toda vida. En Él no puede haber mal y nada removerá con más prontitud los obstáculos acumulados, es decir, los residuos del mal, que está entera realización, abriéndonos completamente al divino flujo. “Pondré mi espíritu en vosotros y viviréis” (Ezequiel, 37:14).
Desde el momento en que advertimos nuestra unidad con Dios, ya no nos reconocemos como seres materiales, sino como seres espirituales. Ya no incurrimos en el yerro de considerarnos sujetos a enfermedades y dolencias, sino como constructores y dueños del cuerpo donde mora el espíritu, sin admitir señoríos sobre él. Desde el momento en que el hombre se convence de su propia supremacía, ya no teme a los elementos ni a ninguna de las fuerzas que hasta entonces en su ignorancia creía que afectaban y vencían al cuerpo. Y en vez de temerlas como cuando estaba ligado a ellas, aprende a amarlas. Llega entonces a la armonía con ellas, o mejor dicho, las ordena de modo que lleguen a estar en armonía con él, y de esclavo se convierte en dueño. Desde el momento en que amamos una cosa, ya no nos daña.
Hay actualmente muchísimos de cuerpo débil y enfermizo, que llegarían a ser fuertes y sanos con sólo dar a Dios la oportunidad de manifestarse en sus obras. Quiero decir: No te cierres al divino flujo. Haz algo mejor que esto: Ábrete a él. Solicítalo. En el grado en que a él te abras, fluirá a través de tu cuerpo la fuerza vital con impulso suficiente para destruir los obstáculos que lo embarazan. “Mis palabras son vida para quienes las oyen, y salud para toda su carne” (Proverbios, 4:22).
Pongamos por ejemplo una artesa en la que durante varios días ha caído agua turbia. El poso se ha ido sedimentando gradualmente en las paredes y en el fondo, y así continuará mientras el agua turbia caiga en ella.
Pero esto cambia con sólo dar entrada en la artesa a una rápida corriente de agua clara y cristalina que, arrastrando consigo el sedimento, la limpie completamente y trueque su aspecto de feo en hermoso. Todavía más, el agua que desde entonces fluya de la artesa será agente de mayor refrigerio, salud y entonamiento para quienes de ella se aprovechen.
Verdaderamente, en el grado en que realicéis vuestra unidad con Dios, actualizando de este modo vuestras fuerzas y facultades potenciales trocaréis tribulación por sosiego, discordancia por armonía, sufrimiento y pena por salud y vigor. Y en el grado en que realicéis esta plenitud, esta abundancia de salud y de vigor en vosotros mismos, haréis partícipes de ella y la comunicaréis a cuantos con vosotros se relacionen. Porque conviene recordar que la salud es tan contagiosa como la enfermedad.
Alguien preguntará: ¿Qué puede decirse concretamente respecto de la aplicación práctica de estas verdades, de modo que uno llegue a mantenerse por sí mismo en perfecta salud corporal? ¿Y más aún, que sin auxilio externo pueda curarse de cualquier enfermedad?
En respuesta, permitidme deciros que lo más importante en este punto es exponer el inmutable principio, a fin de que cada cual haga peculiar aplicación de él, pues es imposible que uno lo haga por otro.
Diré en primer lugar que el mero hecho de persistir en el pensamiento de completa salud estimula y pone las fuerzas vitales en condición de restaurarla al cabo de cierto tiempo. Pero concretándonos más especialmente al capital principio en sí mismo considerado, es notorio que mejor se realizará por la acción que por la afirmación, por el acto que por el deseo, aunque éste siempre es eficaz auxilio de aquél. Por lo tanto, en el grado en que lleguéis a uniros vitalmente con Dios, de donde proceden y están continuamente procediendo todas las formas de vida individual, y en el grado en que por medio de esta unión os abráis al divino flujo, actualizaréis las fuerzas que tarde o temprano determinen en vuestro cuerpo abundancia de salud y vigor. Instantánea y radicalmente sanaron quienes fueron capaces de abrir su ser al flujo divino. El grado de intensidad siempre elimina proporcionalmente el factor tiempo. Sin embargo, esta intensidad debe ser plácida, tranquila y expectante, más bien que temerosa, conturbada y desesperanzada.
Algunos recibirán gran consuelo y alivio y otros sanarán del todo por virtud de un ejercicio análogo al siguiente. Con la mente sosegada y el corazón henchido de amor a todo, reconcentraos en vuestro interior y meditad diciendo: “Soy imagen de Dios, vida de mi vida. Y como espíritu, como ser espiritual, puedo excluir el mal de mi propia y verdadera naturaleza. Después de esto, abro mi cuerpo (en el cual se asentó la enfermedad) lo abro completamente al creciente influjo de Dios, que desde entonces fluye y circula por mi cuerpo incoando el proceso de mi curación.” Llevad, pues, esto a cabo tan perfectamente, que sintáis como una ardiente y viva lumbre encendida por las fuerzas vitales del cuerpo. Creed que el proceso de curación se cumple. Creedlo y manteneos en esta creencia.
Muchas gentes desean con ardor una cosa y esperan otra. Tienen más fe en el poder del mal que en el del bien y por esto no sanan.
Si uno se entrega oportunamente a esta meditación, tratamiento o como quiera llamársele, y persistiese en el mismo estado de mente y ánimo, obrarían sin cesar las fuerzas interiores, quedando sorprendido de cuán rápidamente mudaba el cuerpo sus condiciones de enfermedad y discordancia en las de salud y armonía. Sin embargo, no hay razón para tal sorpresa, porque con ello la Omnipotencia divina manifiesta su obra y ejerce en todo caso su definitiva acción.
Si hay alguna dolencia localizada y el enfermo desea abrir al divino influjo la porción obstruida, además del organismo entero, puede fijar su pensamiento en ella, a fin de que a ella afluyan estimuladas y acrecentadas las fuerzas vitales. No obstante, los efectos del mal no desaparecerán hasta que hayan desaparecido las causas. En otros términos: La pena y el daño persistirán mientras dure la transgresión de la ley.
La terapéutica mental que estamos considerando, no sólo ejercerá su influencia benéfica allí donde haya una morbosa condición del cuerpo, sino que donde esta condición no exista, acrecentará la vida, el vigor y las fuerzas corporales. Muchos casos han ocurrido en todo tiempo y país, de curas efectuadas por medio de la acción de las fuerzas interiores con entera independencia de agentes externos. Varios han sido los nombres dados a la terapéutica psíquica, pero su principio fundamental fue siempre el mismo y el mismo es hoy.
Cuando el divino Maestro envió a sus discípulos a difundir su doctrina por el mundo, les mandó que curasen a los enfermos y consolasen a los afligidos, al mismo tiempo que enseñaran a toda la gente. Los primeros cristianos tenían la facultad de curar, y esta operación formaba parte de las buenas obras.
¿Y por qué no hemos de tener hoy nosotros este poder como ellos lo tuvieron entonces? ¿Acaso son distintas las leyes? Son idénticas. ¿Por qué, pues? Sencillamente porque, salvo raras y esporádicas excepciones, somos incapaces de descifrar la letra de la ley y de comprender su vivificante espíritu y su verdadera fuerza. La letra mata y el espíritu vivifica. El alma que por estar muy individualizada descubra a través de la letra el espíritu de la ley tendrá poder como lo tuvieron sus precursores. Y de cuanto haga serán participes los demás por virtud de la autoridad con que hable y obre.
Vemos hoy, y lo mismo ocurrió en pasados tiempos, que todos los males, con su consiguiente sufrimiento, derivan de la perturbación de los estados mentales y emotivos. Cualquier cosa en que fijemos nuestro pensamiento influye con mayor o menor intensidad en nosotros. Si la tememos o si la repugnamos, producirá efectos nocivos y desastrosos. Si nos ponemos en armonía con ella por medio del sosegado reconocimiento y del interior asentimiento de nuestra superioridad respecto de ella, en el grado en que seamos capaces de lograrlo, conseguiremos que no nos dañe.
Ningún mal podrá aposentarse en nuestro cuerpo, o mantenerse en él, a no ser que halle algo que le corresponda y facilite su acción. Y del mismo modo, ningún daño ni condición nociva, de cualquier clase que sea, podrá infestar nuestra vida, a menos que ya exista en ella algo que lo solicite y haga posible su maléfica influencia. Así, será mejor examinar cuanto antes la causa de cualquier asunto que nos afecte, a fin de establecer lo más pronto posible en nuestro interior las condiciones necesarias para que sólo influya lo bueno. Nosotros, que por naturaleza deberíamos ser dueños y señores de nuestra convicción moral, somos esclavos, por vicio de nuestra ignorancia, de innumerables pasiones de todo linaje.
¿Tengo miedo al trueno? Nada hay en él, leve y pura corriente del aire de Dios, que pueda turbarme, darme un resfriado o tal vez producirme una enfermedad. El trueno puede sólo afectarme en el grado en que yo mismo consienta. Debemos distinguir entre causas y meras ocasiones. El trueno no es causa, ni tampoco entraña causa alguna. De dos personas, una queda perniciosamente afectada por él. La otra no sufre la más ligera molestia, antes bien, se alegra y regocija. La primera es de las que se sobresaltan por cualquier incidente. Teme el trueno, se humilla ante él y piensa continuamente en el daño que puede acarrearle. En otros términos, le abre camino en su ánimo para que entre y se sostenga, y así, el trueno, inofensivo y benéfico de por sí, le trae precisamente lo que le consiente traer. La segunda se reconoce dueña de sí misma y menosprecia los incidentes. No teme el trueno. Se pone en armonía con él, y en vez de experimentar turbación alguna, se regocija, pues además de traerle aire fresco y puro, le acostumbra a futuras emociones de naturaleza semejante. Si el trueno hubiera sido causa, de seguro produjera en ambas personas los mismos efectos. Lo contrario demuestra que no era causa, sino simple condición. Y por esto influyó en cada cual como correspondía a sus respectivas condiciones.
¡Pobre trueno! Millares y millones de veces fuiste espantajo de quienes, demasiado ignorantes o demasiado tímidos para afrontar su propia flaqueza, no supieron ser dueños absolutos de sí mismos y se convirtieron en abyectos esclavos. Meditando en ello, ¡cuánta luz nos da! El hombre, creado a imagen y semejanza del eterno Dios, nacido para dominar a la naturaleza, teme, se amilana y humilla ante una leve conmoción de la pura y vivificante atmósfera. Pero aun estos espantajos nos son necesaria ayuda en nuestros constantes esfuerzos para sustraernos a la ilusión de las cosas.
El mejor medio de no temer los espantosos efectos que por ignorancia atribuyen muchos al trueno, es la pura y saludable disposición de ánimo que mude nuestras ideas respecto de este fenómeno atmosférico, reconociendo que no tiene otro poder que el que nosotros le atribuimos. De esta forma nos pondremos en armonía con él y se desvanecerá el temor que nos infunde. Pero, ¿y quién tenga delicada salud o le afecten especialmente los truenos? Que proceda primero con cierta prudencia, y evite por de pronto los truenos horrísonos, sobre todo si no se siente todavía con valor para resistirlos impávido y aún los teme. Al sentido común, supremo regulador de toda vida, debe recurrirse en ésta como en todas ocasiones.
Si hemos nacido para dominar, según lo demuestra el que algunos lograron absoluto dominio (y lo que uno ha hecho, tarde o temprano pueden hacerlo todos), no es necesario que vivamos sujetos al yugo de un agente físico. En el grado en que reconozcamos nuestras fuerzas interiores, seremos capaces de gobernar y mandar. En el grado en que dejemos de reconocerlas, seremos esclavos y siervos. Construimos todo cuanto en nuestro interior hallamos y atraemos todo cuanto a nosotros se acerca, por ministerio de la ley natural que, por serlo, es también ley espiritual.
La síntesis de la vida humana es causa y efecto. Nada existe por casualidad en ella ni tampoco en el universo entero. ¿Nos repugna lo que se pone en contacto con nuestra vida? Pues no perdamos tiempo en porfías con el imaginario hado, sino miremos a nuestro interior y removamos las fuerzas operantes a fin de que llegue a nosotros lo que deseemos que llegue.
Esto no sólo es cierto por lo que al cuerpo físico se refiere, sino en todos los aspectos y condiciones de vida. Podemos invitar a que, sea lo que sea, penetre en nuestro ser; pero si así no lo hacemos, no podrá ni querrá penetrar. A primera vista, es indudablemente muy difícil de creer y aun de experimentar esta afirmación; pero a medida que sobre ello se medite con sinceridad y sin celajes en el entendimiento, estudiando la serena y sutil operación de las fuerzas mentales hasta notar sus efectos en el interior y en torno de nuestro ser, llegaremos a comprenderlo fácil y evidentemente.
Y entonces, cualquier acontecimiento que nos afecte quedará sujeto a las condiciones en que nuestro estado mental la reciba.
¿Os molesta tal o cual circunstancia o condición? Es porque así lo queréis y así lo permitís. Habéis nacido para tener absoluto albedrío en el dominio de vosotros mismos. Pero si voluntariamente abdicáis de cada facultad en algún agente extraño, entonces será éste por razón natural el monarca y vosotros los súbditos.
Para vivir tranquilos debéis buscar primeramente vuestro centro propio, manteneros firmes en él, gobernar el mundo desde vuestro interior. Quien no condiciona las circunstancias invierte el régimen y queda condicionado por ellas. Hallad vuestro centro y vivid en él sin cederlo a nada ni a nadie. En el grado en que esto logréis, os mantendréis más y más firmes.
¿Y cómo puede el hombre hallar su centro? Reconociendo su unión con Dios y viviendo continuamente en este reconocimiento.
Pero si no sabéis gobernar el mundo desde vuestro propio centro, si conferís a esto o aquello el poder de acarrearos molestia, daño o desgracia, entonces recibid lo que os acarree y no injuriéis a la eterna bondad y beneficencia de todas las cosas.
Plenitud encontrará en la tierra
Quien tenga cuerpo sano y alma entera; Más la tierra será yermo quebrado para quien haya el ánimo apocado.
Si la suciedad de materias extrañas ciega los ojos de vuestra alma, sucio os parecerá el mundo que miréis por ellos, porque todo es del color del cristal con que se mira. Por lo tanto, cesen vuestras lamentaciones. Guardaos vuestro pesimismo, vuestro ¡pobre de mí! Negad si os place que los ojos de vuestra alma estén morbosamente necesitados de algo. Pero reconoced que el eterno Sol ilumina los limpios ojos de vuestro hermano y le permite ver sin sombras el interior de su conciencia y el mundo de los sentidos. Reconoced que vuestro hermano vive en un mundo distinto del vuestro. Esclareced vuestra vista y contemplaréis la maravillosa hermosura de este otro mundo. Y si en él no sabéis hallar bellezas, prueba será de que jamás las hallaréis en parte alguna.
Hasta donde la vista del poeta alcanza Se extiende por el bosque la poesía Y la calle se trueca en mascarada Cuando de ella hace Shakespeare su vía.
Shakespeare puso en boca de uno de sus personajes: “La culpa, querido Bruto, no es del Destino, sino de nosotros mismos, que nos rendimos a él.”
La vida del gran poeta y su gigantesca labor son evidente prueba de que supo reconocer la verdad que estamos considerando, como él mismo nos manifiesta en este pasaje: “Nuestras dudas son traidores que, con el temor del intento, nos hacen perder el bien que pudiéramos alcanzar.”
Acaso no hay pasión alguna de tan perniciosos efectos como el miedo. Viviríamos libres de temor alguno, si llegáramos al completo conocimiento de nosotros mismos. Un antiguo proverbio francés dice: “Muchos temen males y daños que nunca llegan.”
El miedo y la falta de fe se dan la mano. De ésta nace aquél. Decidme que alguien es pusilánime y os diré que no tiene fe. El miedo, lo mismo que el desaliento, son huéspedes tan descontentadizos, que nada les satisface. Así como nos entregamos al miedo, podríamos por distinta disposición mental atraer influencias y condiciones contrarias. La mente dominada por el temor da entrada a materias de naturaleza semejante al temor, actualizando con ello las mismas condiciones que teme.
Un peregrino encontró un día a la Peste y le preguntó:
¿A dónde vas?
Voy a Bagdad a matar cinco mil personas.
Pocos días después, el mismo peregrino encontró de nuevo a la Peste que volvía de su viaje y le habló de esta manera:
Me dijiste que ibas a matar en Bagdad cinco mil personas, pero has matado cincuenta mil.
No -contestó la Peste-, yo maté sólo cinco mil, tal como te dije. Los otros se murieron de miedo.
El miedo puede paralizar los músculos y alterar la circulación de la sangre y la normal y saludable acción de las fuerzas vitales. El miedo puede producir la rigidez y parálisis de los músculos.
Al atraer a nosotros por el miedo lo que nos causa temor, atraemos también todas cuantas condiciones contribuyen a mantener el miedo en nuestro ánimo. Y esto sucederá en proporción a la intensidad temerosa de nuestro pensamiento y según la mayor o menor afectividad de nuestro organismo, aunque por nuestra parte no nos percatemos de su influencia.
Los niños, especialmente los pequeñuelos, se muestran por lo general mucho más sensibles al medio ambiente que las personas mayores. Algunos son verdaderas sensitivas que reciben cuantas influencias les rodean y se asimilan sus efectos a medida que van creciendo. Por esta razón los padres y maestros han de tener mucho cuidado en normalizarlas disposiciones mentales del niño, y sobre todo debe la madre, durante los meses del embarazo, normalizar de una manera especialísima sus pensamientos y emociones, que tanta y tan directa influencia ejercen en la vida del feto. No permitáis que nadie infunda miedo a un niño, convirtiendo la edad que pudiéramos llamar de inocencia en la del espanto y del recelo. Así se hace muchas veces inadvertidamente, ya deprimiéndoles el ánimo con la aspereza del trato, ya por el contrario por medio del mimo, tan nocivo como el rigor.
Muchas veces ha sucedido que un niño criado en continuo temor, a fin de apartarle de tal o cual vicio, se vio después dominado por el que de otro modo tal vez no hubiera llegado a dominarle. Algunas veces no hay en el niño propensión natural al miedo. Pero si la hay, lo más conveniente es tomar la actitud opuesta, a fin de neutralizar la energía viciosa y mantener al niño en pensamientos de prudencia y firmeza que lo capaciten para afrontar las circunstancias y dominarlas en vez de rendirse a ellas.
Hace poco me informó cierto amigo mío de una experiencia que sobre el particular hizo en sí mismo. Durante el período en que hubo de sostener terrible lucha contra una mala costumbre, le atemorizaban continuamente su madre y su novia, hasta el punto de que él, cuyo temperamento era muy delicado, sintió desde entonces sin cesar los deprimentes y debilitantes efectos de aquella sugestión contraria y temía responder a las preguntas y sospechas de ambas mujeres. Todo lo cual le produjo un aminoramiento en la confianza de sus propias fuerzas y una paralizadora influencia en todo su ser, que en vez de engendrar en él valor y fuerza contribuyeron a su mayor flaqueza de ánimo y a inutilizarlo para la lucha.
He aquí cómo las dos mujeres que más entrañablemente le amaban, quisieron ponerle en posesión y dominio de sí mismo. Pero ignorantes del callado, sutil, infatigable y revelador poder de las fuerzas mentales, en vez de acrecentarlas para infundirle valor, las debilitaron añadiendo la flaqueza exterior a la suya propia. De este modo tuvo que luchar con un enemigo triplemente poderoso.
El miedo, el desaliento, el tedio y otras análogas disposiciones de ánimo son muy perjudiciales para quien les da cabida en su interior, sea hombre, mujer o niño.
El miedo paraliza las acciones salutíferas, el tedio corroe y abate el organismo y concluye por desmoronarlo. Nada se gana y todo se pierde con ello, y cada pérdida o daño nos ocasionará una pesadumbre. Y cada vicio tiene su peculiar tribulación. La avaricia producirá efectos semejantes a la tacañería y a la codicia. La cólera, los celos, la ruindad, la envida, la lujuria, tienen cada cual su peculiar manera de corroer, debilitar y destruir el organismo.
La armonía con las leyes superiores no sólo nos dará prosperidad y dicha, sino también salud corporal.
El gran vidente hebreo, el rey Salomón, enunció una admirable regla de conducta cuando dijo: “Así como la rectitud es para vida, así quien sigue el mal es para su muerte” (Proverbios, 11:19).
“En el camino de la rectitud está la vida y la senda de su vereda no es muerte” (Proverbios, 12:28).
Tiempo vendrá en que esto signifique todavía mucho más de lo que la mayoría de la gente no se atrevería hoy a sospechar. El hombre ha de decir si su alma morará en su inderogable mansión de creciente esplendor y belleza o en una choza por él mismo edificada, que al fin y a la postre caiga en ruinas.
Multitud de gentes viven sin preocuparse de otra cosa que de satisfacer sus pasiones en desarreglada vida. Y sus cuerpos, debilitados por nocivas influencias, van cayendo antes de tiempo por el camino. ¡Pobres mansiones corpóreas! Las destinadas a ser templos hermosísimos, se desmoronan por ignorancia, atolondramiento y alucinación de sus moradores. ¡Pobres moradas!
El observador sagaz que cuidadosamente estudie el poder de las fuerzas mentales, pronto será capaz de conocer en la voz, ademanes y semblante los efectos producidos por la emoción prevaleciente en el ánimo. O al contrario, de las emociones del ánimo puede colegir la voz, los ademanes, el semblante y aun los achaques y dolencias del individuo.
De labios de una respetable autoridad científica hemos oído que el estudio del cuerpo humano, su estructura y el tiempo que tarda en llegar a su completo crecimiento, en comparación con el que tarda el de varios animales y su correspondiente longevidad, nos revela que el hombre debería vivir naturalmente cerca de ciento veinte años. Pero que sólo alcanza la duración media a causa de la multitud de nocivas influencias a las cuales se abandona y lo avejentan, debilitan y destruyen.
Acortada así la natural longevidad de la vida, se ha llegado a creer comúnmente que es su normal período de duración. Y en consecuencia, al ver que por regla general a cierta edad da la gente señales de vejez, creen muchos que lo mismo les ha de suceder a ellos. Y engolfados en esta idea de muerte, atraen sobre sí condiciones de decrepitud mucho antes de lo que por ley natural habría de sobrevenir.
Tan poderosas como ocultas son las influencias de la mente en la construcción y reconstrucción del cuerpo. Conforme vayamos descubriéndolas, irá arraigando en la gente la esperanza de contar los años de su segundo siglo.
Recuerdo en este momento a una señora amiga, que frisa con los ochenta. Una vieja, como la llamaría la mayor parte de la gente, especialmente aquellos que cuentan los años por primaveras. Pero llamar vieja a nuestra amiga sería decir que la nieve es negra, porque no es más vieja que una muchacha de veinticinco, y aun en realidad más joven, según el punto de vista desde el que se considere a una muchacha de esta edad. Nuestra amiga ha sembrado el bien por todas partes y sólo bondad quiso ver en toda la gente y en todo. La agudeza de su ingenio y la dulzura de su voz le dieron los bellos atractivos que aún conserva y que le aquistaron el amor de cuantos la conocieron. Empleó su vida en infundir tranquilidad, esperanza, valor y fortaleza en cientos y millares de personas. Y así continuará haciéndolo indudablemente por algunos años. Ni temores, ni desalientos, ni odios, ni recelos, ni tristezas, ni pesadumbres, ni codicias, ni ruindades, incurrieron jamás en los dominios de su pensamiento. En consecuencia, libre la mente de estados y condiciones anormales, no exteriorizó en el cuerpo las diferentes dolencias físicas que se atrae la mayoría de la gente creídas en su ignorancia de que por naturaleza derivan del eterno orden de las cosas. Su vida ha sido demasiado larga para que por inexperiencia permitiera la entrada de maléficas influencias en el reino de su mente. Por el contrario, fue lo bastante avisada para reconocer que en su diminuto reino era la soberana, y que, por lo tanto, sólo a ella le tocaba decidir quién podía o no entrar en sus dominios. Sabía, además, que con ello determinaba las condiciones de su verdadera vida. Era realmente gozoso y ejemplar a un tiempo verla ir de acá para allá, con ánimo sereno y juvenil continente y oír su placentera risa. En verdad que Shakespeare supo lo que dijo al decir: “La mente robustece el cuerpo.”
Con vivo placer observaba yo a mi amiga cuando, no hace mucho, yendo ella calle abajo vi que se detenía para conversar maternalmente con unos chiquillos que jugaban en el arroyo. Luego aceleró el paso para decirle dos palabras a una lavandera que iba cargada con su lío de ropa. Después se paró a hablar con un labrador que regresaba del campo con el cesto de la comida en la mano. Y de este modo compartía las riquezas de su abundosa vida con cuantos se ponían en contacto con ella.
Y para mayor fortuna, mientras yo la estaba contemplando, pasó otra señora anciana (anciana de veras), aunque en realidad era diez o quince años más joven que mi amiga, si por inviernos se cuentan los años. Sin embargo, andaba encorvada y con evidentes muestras de embarazo en los remos. Una cofia de sombríos colores y un velo aún más sombrío y muy espeso acrecentaban el taciturno y melancólico aspecto de la anciana, cuyo traje, tan tétrico como el tocado, y su peculiar continente proclamaban a voz en grito la tristeza y la pena que en su ánimo mantenía con su conducta y su falta de fe en la eterna bondad de las cosas, su falta de fe en la misericordia sin límites y en el sempiterno amor del eterno Padre.
Dominada únicamente por la idea de sus propias aflicciones, tristezas y pesares, era su corazón inaccesible al bien, y por lo tanto, no podía transmitir gozo ni esperanza ni fortaleza ni nada de positivo valor a quienes con ella se relacionaban. Antes al contrario, infundía y sustentaba en muchos con nociva eficacia los estados y disposiciones de ánimo que por lo común prevalecen en la vida humana. Al pasar junto a nuestra amiga, miró a ésta de soslayo con aire en que parecía decirle: “Vuestro traje y porte no convienen a una señora de vuestra edad.” Dad gracias a Dios -se le podría replicar-, dad gracias a Dios que no convengan. Y dignase en su infinita bondad y amor enviarnos innumerables mujeres como ella, que por muchos años bendijeran al género humano, compartiendo las vivificantes influencias de su propio ser con el incalculable número de gentes que de ellas andan necesitadas.
¿Queréis permanecer siempre jóvenes y conservar en la vejez la alegría y pujanza de los juveniles años? Pues ved tan sólo cómo vivís en el mundo de vuestros pensamientos. Esto lo determinará todo.
Dijo Gautama el Buda: “La mente lo es todo. Lo que pienses, eso llegará a ser.” Y del mismo modo opinaba Ruskin al decir: “Fabricaos un nido de pensamientos agradables. Nadie, que sepamos, fue educado durante su niñez en tan hermosos palacios como los que podemos edificar con los buenos pensamientos, que nos preservan de la adversidad. ”
¿Queréis conservar en vuestro cuerpo toda la flexibilidad, todo el vigor, toda la belleza de la juventud? Pues vivid juvenilmente en vuestros pensamientos no dando cabida a los impuros, y exteriorizaréis la bondad en vuestro cuerpo. En el grado en que os conservéis jóvenes de mente permaneceréis jóvenes de cuerpo. Y veréis cómo el cuerpo acude en auxilio de la mente, porque el cuerpo ayuda a la mente del mismo modo que la mente ayuda al cuerpo.
Estáis edificando sin cesar, y por consiguiente, exteriorizaréis en el cuerpo las condiciones más semejantes a vuestros pensamientos y emociones. Y no sólo edificáis interiormente, sino que atraéis sin tregua fuerzas exteriores de naturaleza análoga. Vuestra peculiar calidad de pensamientos os pone en relación con el mismo linaje de pensamientos ajenos. Si los vuestros son lúcidos, placenteros y de esperanza henchidos, os pondréis en relación con una corriente de pensamientos análogos. Si son tristes, temerosos y desconfiados, tal será entonces la calidad de los pensamientos que con vosotros se relacionen.
Si es siniestra la índole de vuestros pensamientos, tal vez sea que inconscientemente y por grados os hayáis puesto en conexión con ellos. Es necesario entonces que os volváis como niños, retrocediendo a la edad de los placenteros, inocentes y sencillos pensamientos. Las jubilosas mentes de un tropel de chiquillos entregados al juego atraen sin darse ellos cuenta una corriente de gozosos pensamientos. Aislad a un niño, privadle de la compañía de los demás y pronto le asaltara la melancolía y no tendrá aliento para moverse, pues quedará separado de aquella corriente y fuera de su elemento. Necesitáis, por lo tanto, atraer de nuevo la corriente de pensamientos placenteros de la cual os apartasteis gradualmente. Si estáis demasiado serios y tristes o preocupados por graves negocios de la vida, podréis estar alegres y contentos con sólo volveros sencillos e ingenuos como niños. Podréis prosperar en vuestros negocios llevándolos con la misma tranquilidad que si no os ocuparais en ellos. Nada hay de efectos tan nocivos como una continua propensión a la gravedad y tristeza, y muchos que por largo tiempo se mantuvieron en tal estado de ánimo, llegaron a no experimentar alegría por algo.
A los dieciocho o veinte años empiezan a desviarse las placenteras inclinaciones de la pubertad. La vida ofrece ya más grave aspecto. Entráis en los negocios y quedáis más o menos envueltos en sus cuidados, vacilaciones y responsabilidades. Vuestro ánimo comienza a estar apesadumbrado o inquieto, y de tal modo llegáis a preocuparos de los negocios, que por atender a ellos os falta tiempo para el recreo y el descanso. Si tratáis con gente rutinaria, os empaparéis de sus rutinarias ideas y de sus mecánicos modos de pensar, aceptando todos sus errores como si fuesen certidumbres. Así daréis entrada en vuestra mente a una pesada y embarazosa serie de pensamientos que os arrastrarán inconscientemente. Estos pensamientos se materializan en vuestro cuerpo, porque los sentidos físicos son como un depósito o cristalización de los elementos invisibles que de la mente fluyen al organismo. Van pasando así los años hasta que notáis que vuestros movimientos son tardos y pesados, y con dificultad podéis trepar a un árbol a los cuarenta. Durante todo este tiempo vuestra mente ha ido enviando al cuerpo los pesados y rígidos elementos que hicieron de él lo que actualmente es.
La mudanza a otro estado mejor debe ser gradual, y sólo puede realizarse por medio de corrientes mentales que entrañen fuerzas diametralmente opuestas, impetrando de Dios la perseverancia en el buen camino y eliminando de la mente los malos pensamientos que a hurtadillas hayan entrado en ella, para convertirla a los buenos y saludables. Como el de los irracionales, se debilitó y degeneró en pasados tiempos el organismo humano. Esto no ha de suceder siempre. La mayor profundidad de conocimientos psíquicos demostrará la causa de tal degeneración, evidenciando cómo en obediencia a una ley o fuerza edificante, se renovará continuamente el organismo dándole más y más vigor, mientras que el ciego empleo de esta ley o fuerza, como se hizo en el pasado, debilita nuestros cuerpos y los destruye al fin.
Plena, preciosa y abundante salud es la normal y natural condición de vida. Cualquier otra es anormal. Y las condiciones anormales se establecen como regla a causa de la perversión.
Dios no engendra jamás la enfermedad, ni el sufrimiento ni la aflicción. Estos males son obra exclusiva del hombre, que se los acarrea al transgredir las leyes de la vida. Pero tan acostumbrados estamos a verlos sobrevenir, que nos parecen naturales y necesarios.
Día llegará en que la labor del médico sea procurar, no la salud del cuerpo, sino la de la mente, que a su vez curará el cuerpo enfermo. En otros términos: el verdadero médico será el maestro, y su obra consistirá en guiar a los hombres y guardarlos de todo mal, en vez de esperar a curarlos después de que el mal se haya cebado en ellos. Todavía más: día llegará en que cada cual sea su propio médico. En el grado en que vivamos acordes con las capitales leyes de nuestro ser y en el grado en que mejor conozcamos las fuerzas mentales y espirituales, atenderemos menormente al cuerpo, es decir, no con menos solicitud, sino con menor atención.
Mucho más sanos estarían millares de individuos si no se preocuparan tanto de su salud. Por regla general, quienes menos piensan en su cuerpo gozan de mejor salud. Gran número de enfermizos lo son por la desconsiderada atención con que cuidan de su cuerpo.
Dale a tu cuerpo el necesario alimento, el conveniente ejercicio y sol aire, mantenlo limpio y no te preocupes de lo demás. Aparta tus pensamientos y esquiva tus conversaciones de enfermedades y dolencias, porque el hablar de ellas te causará daño a ti y a quien te escuche. Habla de cuestiones provechosas para tu oyente, convéncele de la bondad de Dios y así le comunicarás salud y vigor en vez de enfermedad y flaqueza.
Siempre es nocivo inclinarse al pesimismo y al siniestro aspecto de las cosas. Y si esto es verdad por lo que respecta al cuerpo, también lo es tocante a todo lo demás.
Un médico que complementó su práctica profesional con profundos estudios y observaciones psíquicas, dice a este propósito algo de especial significación y valor en la materia de que tratamos: “Jamás podremos recobrar la salud pensando en la enfermedad, ni alcanzar la perfección hablando de imperfecciones, ni llegar a la armonía por medio de la discordancia. Hemos de tener siempre ante los ojos de la mente ideales de salud y armonía...”
Nunca afirméis o repitáis respecto a vuestra salud lo que no deseéis que sea verdad. No tratéis de vuestras dolencias ni examinéis vuestros síntomas. No cedáis jamás al convencimiento de que no sois dueños de vosotros mismos. Afirmad resueltamente vuestra superioridad sobre las enfermedades corporales, y no os reconozcáis esclavos de ninguna potestad inferior. Quisiera enseñar a los niños a levantar desde pequeños una fortísima barrera contra las enfermedades por medio de un saludable ejercicio mental de elevados pensamientos y pureza de vida. Quisiera enseñarles a rechazar todo pensamiento de muerte, toda imagen de enfermedad, toda emoción nociva, como el odio, la ruindad, la venganza, la envidia, la concupiscencia, para que venciesen toda mala tentación. Les enseñaría que los alimentos y bebidas malsanas y el aire mefítico envenenan la sangre, y la mala sangre nutre viciosamente los tejidos y engendra las enfermedades del ánimo. Les enseñaría que los pensamientos saludables son tan necesarios para la salud del cuerpo como los pensamientos puros para la pureza de conducta. Les enseñaría a fortalecer poderosamente su voluntad y a luchar por todos los medios contra los enemigos de la vida. Enseñaría al enfermo a tener esperanza, resolución y ánimo. Nuestros prejuicios y aprensiones son los únicos límites de nuestro poder. El hombre no logrará éxito alguno sin confianza en sí mismo. Por regla general nosotros mismos nos cerramos el camino.
Cada cosa engendra su semejante en el Universo entero. El odio, la envidia, la ruindad, los celos y la venganza tienen sus cachorros. Cada mal pensamiento engendra otro, y cada uno de éstos, otros y otros en reproducción incesante hasta abrumarnos con su innumerable descendencia.
“Los médicos del porvenir no curarán el cuerpo con medicamentos de farmacopea, sino la mente con preceptos. “
La madre futura enseñará a sus hijos a calmar la fiebre de la ira, del odio y de la malicia, con la gran panacea universal: el amor. El médico del porvenir enseñará a la gente la práctica placentera de las buenas acciones como tónico del corazón y elixir de vida, pues un corazón alegre vale por la mejor medicina. ”
La salud de tu cuerpo, lo mismo que la fortaleza y sanidad de tu mente, dependen de lo que relaciones contigo mismo. Según hemos visto, Dios, el infinito espíritu de vida, la fuente de todo bien, excluye por su propia esencia toda enfermedad y flaqueza. Alcanza, pues, el pleno, consciente y vital convencimiento de tu unidad con Dios, y constantemente renovarás tu cuerpo vigoroso y sano.
“Siempre vence a la maldad el bien; va la salud a donde el dolor se marcha. El hombre es tal como son sus pensamientos. Levanta el corazón a Dios. ”
Todo cuando hemos dicho puede resumirse en una frase: “Dios es para vosotros lo mismo que vosotros sois.” Debéis despertaros al conocimiento de vuestro verdadero ser. Al despertar determinaréis las condiciones que han de exteriorizarse en vuestro cuerpo. Debéis convenceros por vosotros mismos de vuestra unidad con Dios. La voluntad divina será entonces vuestra voluntad y vuestra voluntad la de Dios; y con Dios todas las cosas son posibles. Cuando reconozcamos con entera independencia esta unidad, no sólo desaparecerán nuestras enfermedades y dolencias corporales, sino toda clase de obstáculos, limitaciones y entorpecimientos.
Entonces se cumplirá: “Deléitate en el Señor y Él satisfará los deseos de tu corazón”(Salmo, 37:4). Entonces dirás: “Las cuerdas me cayeron en lugar deleitoso y verdaderamente hermosa es mi herencia” (Salmo, 16:6).
Con ánimo tranquilo confiarás en el porvenir. Alcanza desde luego la verdadera vida y acuérdate que sólo lo óptimo es suficiente bien para quienes como nosotros tenemos tan regia herencia.
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